Caen las horas, pesadas como pequeñas gotas de mercurio
sobre su cuerpo. Se deslizan lentas por su piel, contaminando cada uno de sus micrométricos
poros, consumiendo su juventud. Ya no se mira al espejo, la que observa desde
el otro lado es ahora una extraña para ella. No reconoce esas arrugas que
empiezan a surcar su frente, los ojos siguen siendo profundos, pero siente que
día a día la luz que los caracterizaba se va apagando. ¿A dónde vas, pequeña?
Hay tanto que puedes hacer… Pero no, ella se encierra en su pecera de cristales
tintados. No quiere vivir en un cuerpo que no reconoce como suyo, que no quiere
identificar con la idea que tiene de sí misma. Es cierto que lo material nunca
perdura, está empujado a un deterioro constante e inevitable; pero ella no ha
sido capaz de entenderlo, de asumirlo.
El mundo ya no la excita, el hechizo que desprendían sus
sonrisas al sol se ha roto, su melena ya no baila con el viento. -Ojalá volviera a ser una niña-, piensa. Mejor temer
tus ansias de frescura, pues esa luz ya no guiará tus pasos. Tus deseos han
marchado con la primavera y el tiempo no hará que vuelvan.
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