lunes, 12 de diciembre de 2011

Carrera hacia el punto cero

Y corres, corres sin saber por qué; sólo te dejas llevar por el viento, por el sonido de las gaviotas. Sientes la brisa enredar tu pelo, la espuma marina empapar tu cara. No quieres parar, ahora no, ahora que te sientes por fin libre, que dejas que todo fluya. Has dejado a un lado todos los prejuicios, atrás las preocupaciones, las obligaciones. No hay ataduras sentimentales o físicas, no perteneces a ninguna parte y nadie te reclama a su lado.

Podrías empezar de cero en cualquier momento, en cualquier lugar, ¿pero por qué dejar de ser ese cero?, ¿por qué dejar de ser ese punto inmaculado en la historia? Quizá porque de lo contrario no habría historia alguna, simplemente una continua carrera infinita en y hacia la soledad de un comienzo. Sería bonito, incluso poético, ahora mismo la idea me apasiona, ¿pero qué pasará mañana? Saberme dependiente de la raíz empuja irremediablemente mis pies a dar un paso atrás, a la vez que da alas a mi mente.

En cualquier momento pararé de correr, ya me ha pasado otras veces. Y aunque ahora llegue más lejos, el retorno al punto de partida es obligado. Quizás llegue el día en que la distancia me permita olvidar todo lo que hoy me retiene en el origen, pero para ello aún ha de llover tanto como para que en un resbalón consiga deslizarme hasta ese punto cero. Es fácil si hacemos una analogía con un axón mielínico: todo él se encuentra cubierto por una vaina de mielina, la cual no es capaz de transmitir la señal eléctrica, excepto por los nódulos de Ranvier; esta señal irá “saltando” de nódulo en nódulo de forma veloz. En el caso de que no fuese lo suficientemente fuerte como para llegar al final del axón, se perdería y habría de dispararse un nuevo potencial (más fuerte) para volver a intentar transmitirla. Yo soy como esa señal eléctrica, y al ser mi carrera insuficiente para alcanzar el siguiente nódulo, vuelvo disparada al punto de partida; pero si llegase a ese punto cero del que hablamos, el retorno sería inviable. Nuestra naturaleza, al contrario que nosotros, es sabia y no disparará la señal eléctrica si el potencial de acción no es lo suficientemente alto para que ésta llegue al final del camino. Yo, en cambio, lo intento una y otra vez, aún sabiendo que las raíces son demasiado fuertes para ser arrancadas por la mecánica de unas piernas no más decididas que una mente desorientada. Tonta de mí, ¿acaso quiero cruzar el límite?

Por ahora, me conformo con correr y saborear con la punta de los dedos esa libertad, rozar con la punta de la lengua el anonimato. Realmente me aterra llegar al otro extremo en un descuido, ese que luce borroso en el horizonte y al que me acerco peligrosamente con cada zancada, que ya sea por despecho o necesidad, me aleja de mi yo conocido.

Sí, realmente sería empezar de nuevo; pero una vez mis pies descansen en ese punto cero, la sensación se habrá esfumado, irremediablemente habré empezado de nuevo. Es una utopía como otra cualquiera esa de mantenerse en el punto cero, tan ideal como imposible. ¿Y entonces? Haber perdido todo para empezar a ganar otras cosas: vuelta al principio del camino que, aún siendo otro distinto al inicial, sigue siendo un origen con un nuevo horizonte hacia el que correr.

Se trata de una eterna carrera, en cuyos intermitentes vivimos; la vida del inconformista, que acabará por soñar lo que en realidad ha vivido.